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Qué buen recital de música pesada: ajustado, conciso, poderoso. Derrick Green es (no parece) un tótem africano de dos metros y monedas con una potencia de voz envidiable; el pelo (no hasta la cintura) sino hasta las rodillas, el micrófono, que lo bate como una maraca con movimientos de boxeo, a veces al ritmo de la doble (triple, cuádruple) masa, está varias veces a punto de ser devorado por una dentadura gigante. Grita, canta, arenga, no sabe castellano, nos emociona. Toca el tambor (no con un par de palillos) sino con dos, tres y su sombra de perfil es una calavera simiesca, primitiva y poderosa. Hace movimientos de boxeo.
Jean Dolabella parece una ballerina escurrida con furia salvaje: a cada decenas de golpes por minuto en su batería, que es tan armatostosa que no le vemos los movimientos de los pies, saltan o, mejor, salen disparadas gotas de sudor con la velocidad de la luz y pienso que debe de bajar un kilo por recital porque no para y es la base de la banda y del sonido poderoso.